La Argentina tiene una isla dentro de su territorio que no aparece en los mapas. Un espacio que a veces se hace más notorio en épocas tormentosas o preelectorales como la que vivimos. Un lugar desde donde se incita al naufragio, desde donde se canta para invitar a la muerte y al desastre. Un islote perdido, desde el que surge una melodía atrapante que no es entonada por hermosas sirenas como en las leyendas, sino por un coro de ataúdes desvencijados contra las rocas, dirigidos por un sector de la política que hace de su prédica un constante elogio a la destrucción. 

El cadáver del Gral. Lavalle, cargado por sus seguidores durante semanas para que no caiga en manos de sus enemigos, los ministros del presidente Julio Roca robando los dientes de la tumba de Manuel Belgrano, la profanación de los cadáveres de Eva Perón y Juan Domingo Perón, la quema del cajón de Herminio Iglesias, parecieran ser parte de la misma matriz funeraria del imaginario político argentino. Ni los dramáticos sucesos vividos durante la última dictadura militar con su secuela de miles y miles de personas torturadas, asesinadas, desaparecidas, con medio millar de bebés robados a sus familias, la mayoría de ellos privados de su identidad hasta el día de hoy, han sido suficientes para silenciar a los apologistas de la violencia. El mundo tecnológico y vertiginoso en que vivimos, no hace más que potenciar y retroalimentar una jerga belicosa y cargada de  resentimiento. Los medios de comunicación transforman una elección de autoridades en «una batalla», un salón con militantes partidarios en “un bunker”, un cuestionamiento profundo en “munición pesada”, un candidato derrotado en un “cadáver político” y así también estigmatizan a los más humildes constantemente con su lenguaje descalificador y agresivo: Cuando los empresarios  reciben diferentes ayudas del estado hablan de “Emprendedores”, pero cuando los desocupados cobran un subsidio son “Planeros”, cuando el estado durante la pandemia paga los sueldos que deberían pagar las empresas privadas se trata de un Programa de Asistencia al Trabajo y la Producción (ATP), pero cuando los trabajadores y jubilados reciben un bono de manera directa es un “Plan Platita”. Un compendio de expresiones que no son inocentes, ni circunstanciales. A esto hay que sumarle que las redes sociales en las que los jóvenes pasan buena parte de sus horas reparten mentiras, insultos y amenazas con la misma naturalidad y persistencia que el mar reparte olas a lo largo de la costa. En los últimos años los mensajes de odio se han ido reproduciendo cada vez con mayor intensidad, los pedidos de juicio a los funcionarios pasaron a ser exigencias de cárcel o muerte, los insultos en los carteles se convirtieron en guillotinas, cadalsos y bolsas mortuorias con nombres y apellidos.  Así llegamos al intento de asesinato a la vicepresidenta el año pasado, que de haberse perpetrado posiblemente hubiera desatado un espiral de violencia difícil de contener. Quizá los más jóvenes no entiendan la dimensión de estos sucesos, pero los que ya los hemos vivido sabemos que un baño de sangre salpica para todos lados, incluso a aquellos que se piensan ajenos o neutrales. Sin embargo una parte de la dirigencia política, con absoluta irresponsabilidad ha seguido y sigue echando leña al fuego: “Exterminar”, “Dinamitar”, ”Cerrar la tapa del ataúd”, “Qué explote todo cuanto antes”, ”Cagar a patadas en el culo”, “Acabar para siempre con ellos”, “Son una mierda”, “Van a correr”, “Golpeo todos los días la cara del ex presidente”, “¡Tienen miedo!”, ”Hijos de puta”, “Viejos meados” , “Pone bombas en jardines de infantes”, son algunas de los discursos agresivos e insultantes que hemos debido soportar en los últimos tiempos desde el escenario político. Si a este repertorio le adherimos las imágenes de un candidato a presidente empuñando de manera amenazante una motosierra, de una candidata a vicepresidenta que defiende sistemáticamente la tortura, el asesinato, la desaparición de personas y el robo de bebes como herramientas para ejercer el poder, y si a todo esto, le sumamos además la serie de frases cargadas de perversión sexual que escuchamos con alusiones a “niños envaselinados”, “hijas violadas”, o “aconsejar ver pornografía desde la infancia”; podemos inferir que en este mes de noviembre, los argentinos nos encontramos ante los acantilados de la isla de los ataúdes escuchando su canto tenebroso. La decisión es nuestra, o nos estrellamos contra esas costas en medio de un mar de sangre o seguimos navegando en busca de aguas más calmas.

Eduardo de la Serna