Comenzó su trabajo en su Córdoba natal, pero pronto debió mudarse a Buenos Aires en busca de un sueño. Allí, participó de decenas de obras under, tuvo papeles emblemáticos en televisión y, casi cuarenta años después, se transformó en uno de los actores más prestigiosos de su generación.
¿Cómo fue tu infancia en relación al barrio en el que creciste?
Yo nací en el barrio General Paz, en Córdoba Capital. Mi madre fue actriz de pueblo, Elba María Trossero de Aráoz. Mami era profesora de piano, un poco heredé este oficio de ella. Desde chiquito me incentivaba a jugar, en las cenas yo armaba escenas con mi madre y mi padre. Ahí comencé a dar mis primeros pasos. Luego hizo falta trabajar en mi casa porque mi padre se había jubilado por invalidez. Nosotros vivíamos en un barrio de clase media de córdoba, así que tuve que ponerme a trabajar de peluquero. Estudié peluquería por consejo de mi padre, él no tenía tanta relación con la actuación, así que me recibí en la Federación Cordobesa de Peluqueros y Peinadores de Córdoba y me puse a laburar en la peluquería de un tío mío. Pero del alma me salió el hecho de dedicarme a mi oficio, así que dejé la peluquería y me vine a vivir a Buenos Aires. Igualmente empecé haciendo teatro en Córdoba, estudié allí con Benjamín Santa María, mi primer maestro, un mexicano que llegó a Córdoba y enseñaba teatro. Montamos una obra que se llamaba Los Templarios en la Alianza Francesa, disfruté muchísimo del trabajo con él. Era muy especial: hacíamos teatro, yoga y kung fu. Tenía una relación especial para trabajar con la palabra y el cuerpo, fue una experiencia muy potente respecto al trabajo con nuestro interior. Formamos un grupo que se llamaba Quinto Sol. Un tiempo después llegó a Córdoba un director de teatro que se llamaba Julián Romeo, que fue el director del Conservatorio Dramático de Córdoba y con él fue mi debut grande en un teatro. En esa obra yo hacía de mujer, de mulata. Fue un desafío.
¿Cómo fue la mudanza hacia Buenos Aires?
En Córdoba ya había empezado a dar mis primeros pasos, que fueron pasos fuertes porque las obras de teatro se estrenaron y tuvieron su temporada. Al momento de mudarme estaba trabajando en Carlos Paz con Sergio Ferrero Coy, un amigo del alma. Y, si bien Córdoba tenía una movida de teatro independiente muy fuerte, nos dábamos cuenta que era difícil vivir del teatro. Por lo general los actores tenían dos trabajos. Una tarde de esas decidimos venirnos a Buenos Aires. Allí me contacté por primera vez con Norman Briski. Él fue mi maestro y lo sigue siendo. Me abrió sus brazos para estudiar con él. Me becó y a cambio le ofrecí trabajar con él: fui su asistente durante bastante tiempo. Escribimos teatro juntos y empecé a trabajar en obras independientes desde entonces.
Después de tantos años de haber venido a Buenos Aires, ¿qué queda de Córdoba en vos?
Cuando vine a Buenos Aires lo sentí como un exilio. Hay 700 kilómetros a córdoba y podría ir cualquier fin de semana, pero me vine para acá a buscar mi oficio. En mí queda todo de córdoba: mi origen, mi barrio, mi barra de amigos, mi familia. Por supuesto, también queda en mí el pedacito de tierra que hay en mi garganta, que es mi tonada, mi origen.
¿Qué lugar ocupa la actuación en tu vida?
Yo el año que viene cumplo 40 años en mi oficio. Desde que empecé a hacer mis primeras armas, cuando tenía 18 o 19 años, son 40 años en esta profesión. La actuación me dio la posibilidad de trabajar en mi oficio amado, que es un trabajo que sana y que cura el alma. Es un trabajo muy profundo el del actor. Sobre todo porque yo nunca fui de espera que suene el teléfono, siempre fui de gestionar mis proyectos. Empecé a escribir mis personajes y me la rebusqué así. Mi primer trabajo en el que tuve un sueldo fue La Noticia Rebelde, con el que debuté en la televisión argentina y en el que trabajé varias temporadas. Tengo una gran satisfacción personal y un gran alivio de poder haber llevado adelante el sueño de mi madre y poder dedicarme a este oficio tan hermoso, profundo y poético.
Hace poco se estrenó La Odisea de Los Giles, en el que interpretás uno de los papeles principales, ¿cómo fue la convocatoria y el proceso de filmación?
Yo ya había leído el libro La Noche de la Usina, de Eduardo Sacheri, en el que se basa la película. De hecho, en algún momento tuve los derechos de algunos cuentos de él que quise llevar a la televisión. Ricardo Darín me llamó para contarme del proyecto y le dije que cuente conmigo para lo que necesite. Me llegó el guion y no hubo nada más que hablar, nos pusimos a trabajar. Tuvimos las primeras reuniones con Sebastián Borensztein y comenzamos a transitar el camino. La película tiene un elenco espectacular, con el que da gusto trabajar. Verónica Llinás y Rita Cortese son dos soles. Con el “Chinito” Darín empecé a tener una muy linda amistad, me da mucha satisfacción que haya heredado el oficio de su padre. Fue muy bueno trabajar con Luis Brandoni, con quien tengo una amistad de muchos años. En un momento Norman Briski fue preso y todos luchamos por su libertad. Yo estaba muy cerca de Norman en ese momento difícil y Luis era el presidente de la Asolación Argentina de Autores. Él se puso en contacto con nosotros e hizo todo lo necesario para trabajar por la libertad de norman, que a la semana salió libre. Con Brandoni tengo una amistad de muchos años. Lo mismo con “Carlitos” Belloso, con él trabajé muchos años en el Parakultural, en lo que llamábamos el underground, el teatro independiente que surgía con la democracia. Fue enormemente placentero disfrutar con cada uno de ellos.
Después de casi 40 años de profesión, ¿se sigue sintiendo lo mismo antes de salir a escena o de que se estrene la película?
Yo sigo sintiendo lo mismo con todos los proyectos. Específicamente en cine, el proceso de construir una película es muy largo, no tiene menos de cuatro años de trabajo. Hay que escribir el guión, presentarlo en el INCAA, buscar capitales, convocar al elenco. Se vive mucha incertidumbre en mi oficio. Pero todo eso, que depende de tantas variables, en un momento se convierte en una realidad. La incertidumbre es mucha y es demoledora, pero cuando la película llega a la sala y llega al público, que es sagrado, el alivio es inmenso y hermoso.