Pienso en cómo se construye la memoria. No sólo la nuestra, la subjetiva que atañe a momentos íntimos y privados, sino también la que tenemos en común. Aquella que rebalsa nuestras historias particulares. La ¿colectiva?, la ¿comunitaria? No lo sé. La de un país, o un territorio. En este caso, me pregunto cómo se construye la memoria sobre la última dictadura cívico-militar. Una memoria que requiere de relatos, testimonios, materiales de archivo, entrevistas. Y también de música, obras de teatro (se me ocurre Campo minado de Lola Arias), pinturas, literatura. Seguimos diciendo porque todavía queda mucho por decir. Todavía hay nuevas maneras de decir lo ya dicho. O de encontrar aquello que todavía no se enunció. O de entrecruzar lo que está suspendido, en la punta de la lengua, con aquello narrado del derecho y del revés. 

Se me aparece una de las novelas que leí durante el mes de enero. Confesión escrita por Martín Kohan. Se narra la historia de un enamoramiento febril y adolescente (aunque a veces creo que son dos palabras que se pisan los talones, que están encadenadas) de Mirta López con Jorge Rafael Videla. Cuando Videla no era Videla, o cuando Videla estaba convirtiéndose en Videla. El relato está en voz del nieto de Mirta. Una decisión me resulta precisa: Jorge Rafael no habla, no mira, no siente. No sabemos qué le pasa a Videla con Mirta porque hacerlo hablar, mirar o sentir, sería (intuyo) humanizarlo. No hay margen para un Videla romántico, o joven, o inocente. Entonces en la novela no habla, no mira, no siente. Es Mirta quien lo desea, lo espera en la ventana. Entonces, la historia de una abuela que le cuenta a su nieto, ya impúdica, cómo estaba hechizada por el cuerpo esbelto de Jorge Rafael Videla. Una historia inventada o basada en hechos reales (poco importa, no lo sé y no quiero averiguarlo) que propone otra manera (y se acopla con todas las ya leídas, vistas, y oídas) de narrar la dictadura. De bocetar pequeños acontecimientos en ese entramado del terror. De repetir para no olvidar. 

Muchas veces, me ocurren coincidencias. Quizás veo un libro en una librería, y una persona que quiero me habla de eso, esa misma tarde. O me anoto una canción que me gustó de la radio, y la vuelvo a escuchar a la noche en una película. En este caso, leí la novela y después vi Los rubios, dirigida por Albertina Carri en el año 2003. Y encontré, leyendo un texto, un artículo de Martín Kohan sobre esa película en la revista “La modernidad en cuestión. Crítica y teoría” Es decir, me acerqué a la película con la mirada de Kohan. Presté atención en las escenas que él describía, hice hincapié en los detalles que él había analizado. El filme también es un ejercicio de memoria. O una disputa con la construcción de la misma, una búsqueda de moldear la propia. Carri es hija de desaparecidxs, pero F. (una amiga tocaya, con la que compartimos pelis y charlas) me hace notar: quizás es una película de una hija. Y punto. Una hija que intenta entender razones de sus xadres, una hija que no se contenta con los testimonios de lxs compañerxs de militancia de sus xadres, ni con los relatos de las vecinas del barrio. Una hija que hace una película para entender algo, como si filmando (y filmando la filmación, en un juego doble con las cámaras) encontrara una respuesta.

Y allí vuelvo a la pregunta del comienzo. ¿Cómo construimos memoria? A veces creo que las películas y los libros son una hermosa y apacible manera de hacerlo. Unos peldaños más en el recorrido doloroso y turbulento que implica hacernos cargo de los dejos de la última dictadura en nuestro presente. Películas y libros como gestos y llamaradas, como miradas particulares (y por eso, quizás, tan bien recibidas) de lo que pasó, y de lo que sigue pasando. Y sigue dando que hablar. 

Francisca Pérez Lence