Cuando yo era niño y adolescente, muchos años atrás, era común que algunos compañeros de colegio fueran a tomarse a golpes de puño a una esquina terminado el horario de clases. Las peleas mantenían ciertas reglas no escritas. Entre ellas había una que se cumplía a rajatabla; el que caía se levantaba y seguía peleando o abandonaba la lucha. Pegarle al que estaba en el piso era mal visto, se lo consideraba un acto de cobardía, que sólo era posible encontrar en ciertos sectores marginales de la marginalidad. La violencia estaba ceñida, reglamentada. Había “códigos” que intentaban impedir su desmesura. Con el tiempo, estas costumbres se fueron perdiendo y hoy es común ver por internet, mujeres y hombres de cualquier clase social pateando a una persona indefensa que está en el piso. Sólo basta el ejemplo del asesinato de Fernando Báez Sosa, en Villa Gesell, producto de las patadas que le propinó un grupo de muchachos de clase alta y media alta.
Esa violencia y desmesura también ha ido ganando el discurso de la clase política argentina, la irrupción de un personaje como Javier Milei, capaz de insultar sin freno y sin medida a sus oponentes políticos es una resultante de este proceso que vive la sociedad. Esta degradación puede observarse no sólo en el trato que se dispensan entre los políticos, sino también en la violencia verbal que se ejerce sobre la ciudadanía, en especial con los más humildes de la sociedad. Desde “La asignación por hijo se va en droga y juego” del dirigente radical Sanz, hasta “se embarazan para cobrar un plan” del ex embajador en Panamá; Miguel del Sel, los más humildes soportan un hostigamiento constante de los políticos adoradores del libre mercado, que sueñan con reducir al estado a su mínima expresión, para regocijo de “la casta empresarial”. Uno de los quiere subirse a ese tren, es el jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, quien en un discurso dado unas semanas atrás habló acerca de las familias que cortaban las calles de la ciudad reclamando por la persistencia y mejora de los planes sociales: “Los traen extorsionados. El plan lo manejan organizaciones que los extorsionan y ponen a los chicos de escudo. Son unos cobardes, los chicos tendrían que estar en el colegio”, dijo, reconociendo con claridad a las familias piqueteras como víctimas del accionar de organizaciones y líderes piqueteros. Tras cartón de esas declaraciones agregó: “Hay que sacarles los planes a todos los que cortan la calle”. Es decir que su propuesta para solucionar el problema del tránsito que se genera por los cortes de calle: ¡Es castigar a las víctimas! Parece un chiste de Peter Capusotto, pero no lo es. En lugar de proponer un castigo para los supuestos extorsionadores, ¡Propuso un castigo para los extorsionados! Que él mismo acababa de reconocer como tales unos segundos antes. No pudo evitarlo, el odio de clase le salió por los poros Que semejante dislate haya pasado desapercibido, sólo se puede entender desde la impunidad mediática que goza nuestro Jefe de gobierno. El desprecio hacia las clases bajas no es nuevo en la derecha argentina, subyace en su ideario político: “Cabecitas negras”, “Vagos”, “Negros de mierda”, “Choriplaneros” son palabras comunes en su vocabulario. El alcalde porteño da un paso más: Propone un castigo ejemplar hacia ellos. Lo hace al mismo tiempo que se abraza con un grupo de millonarios en dólares llegados del campo para interrumpir el tráfico porteño con sus viejos tractores (Las máquinas de última generación con las que trabajan todos los días, las dejaron facturando en el terreno). El mismo sector que no hace demasiado tiempo marchó y cortó calles para defender a un grupo de millonarios estafadores de la empresa Vicentín. Nunca el mensaje político del liberalismo económico fue tan claro: Abrazar a los ricos que viajan en 4 x 4 y castigar a víctimas que claman por un plato de comida. Aterra pensar que puede haber una sociedad dispuesta a votar este ideario: Patear al caído. Falta un año para el 2023, todavía estamos a tiempo.