Una mujer se muda a un monoambiente a estrenar y encuentra un sobre lleno de dinero. Sus ojos se dilataron levemente y sintió una mínima palpitación en el pecho, no tanto por el monto sino por la incómoda sorpresa. Se había mudado a un pequeño departamento en el barrio de Villa Crespo, muy luminoso y con vista a la calle. El aumento de precios y las expensas que le cobraban en un dos ambientes en Villa Urquiza la obligaron a buscar algo más modesto, a encontrar nuevos aires de barrio y, en lo posible, un nuevo balcón donde tomar mate y leer revistas. Tuvo la suerte de conocer al propietario dos semanas antes de mudarse, un ingeniero cuyos planes de radicarse en la ciudad de Ámsterdam se habían concretado por esos días. La inquilina tuvo la primicia porque el dueño era el papá de una compañera de cursada en la Facultad de Agronomía. Ambas trabajaron juntas en varios prácticos de las primeras materias, y luego en un laboratorio médico en el barrio de Caballito, del lado de Av. La Plata. El hombre no pensaba más que en su nuevo destino, y le vino justo empezar un acuerdo de confianza. 

El día que visitaron el ambiente solo había una cajonera al costado del ingreso, que el dueño confesó querer deshacerse. El departamento era bello, aunque ella temía que fuese como aquellos nuevos de paredes tan livianas que se oyen los comentarios del vecindario todo el tiempo. Constató que el agua y el gas funcionaran correctamente y revisó el aire acondicionado apostado en el rincón derecho, cerca de un pequeño balcón. No tardaron en ponerse de acuerdo. El precio final convenció a ambos de estrecharse la mano y coordinar las operaciones siguientes. Una semana después, miércoles por la mañana, la joven giraba la llave a su nuevo hogar.

El hombre, se sabía, ya estaba en los Países Bajos y no hizo tiempo para deshacerse de la cajonera. La afortunada ocupante, dispuesta a desarmar el mueble y dejarlo en la vereda, notó que los dos cajones de abajo continuaban ocupados. Al abrirlos confirmó que había objetos menores: en el de más arriba había papeles bancarios que, al parecer, no tenían ningún valor, además de un encendedor roto, una calculadora sin pilas, unos clips sueltos, una moneda de diez centavos y una arrugada servilleta de la confitería Las Violetas que decía en birome: «A. LUCIA WARSLIJEVSKI – Pasaje Lamadrid 1320, edificio altares, torre 2, departamento B – SL». En el cajón de abajo había una carpeta vieja, con los elásticos ya vencidos, llena de volantes turísticos de todas partes de Argentina. Se promocionaban termas, estancias, paseos, fiestas nacionales y caminatas, entre otras atracciones culturales, con fotos de apetitosos embutidos en primer plano. Debajo había más carpetas, fotocopias y algunas facturas de compras viejas, entre las que figuraban un reproductor de mp3 del 2013, una notebook ya fuera de mercado, un par de zapatillas deportivas y cargas de combustible. Un sobre marrón escrito con birome y tachado varias veces registraba fechas, nombres y diligencias. Parecía contener alguna mensajería importante. Adentro había una notable suma de dinero en euros, entre billetes de cien y de quinientos, y una postal, fechada quince años atrás, de un amanecer en París que decía Le soleil brille pour tout le monde. Contó dos veces y volvió a guardar todo en su lugar. Dudó de tirar la cajonera, de quedarse con el dinero, de avisarle al dueño, aunque no tenía contacto, o bien a su hija, a quien debía remitirle los pagos mensuales. Reflexionó qué sucedería si se quedaba con el dinero, en qué usarlo y qué pasaría si se enterase el dueño e intentara echarla del departamento. Pero recordó muy bien las intenciones de éste cuando le señaló el mueble y le dijo que olvidó sacarlo y que él se ocuparía personalmente de bajarlo tres pisos por escalera, si acaso no le interesaba conservarlo. Pensó, incluso, si era una rebuscada trampa para ponerla a prueba con su honestidad, pero prefirió despejarse con un poco de agua fría de la cocina. Con la garganta fresca, y a pesar de su soledad, exclamó en voz alta «¡Mejor que se quede!». 

Unos días después, lo cambió de ubicación y el sobre pasó a atesorarse bajo el colchón de su cama, a la vieja usanza. Pensó en cómo alguien puede llegar a olvidarse de semejante suma, y se juró que sólo se lo devolvería al dueño si lo reclamara. Meses más tarde, el mueble pasó a tener un mantelito traído del Perú, fotos y un cenicero. Cada tanto invitaba a tomar unos mates a su cobradora y conversaban de astrología, cine, productos agroecológicos y algunas anécdotas. Sentía un disimulado tormento, aunque siempre que le preguntaba por el padre, ella respondía con buenas noticias. Le contó que conoció varias ciudades del viejo mundo, que enganchó trabajo en un importante estudio y que estaban terminando una obra millonaria de un banco suizo, e incluso le confesó que le había girado un buen dinero con motivo de su cumpleaños. El buen pasar la tranquilizó, pero pensar en usufructuar el sobre la culpabilizaba.

 Sin sentencia ni destino, el dinero permanece bajo el colchón, inmóvil, pero latente como un corazón delator. La llegada del verano evidencia que, si bien el monoambiente es muy luminoso, el calor solo es soportable bajo el aire acondicionado, o por la noche, con la brisa fresca que corre por el pequeño balcón habitado por algunos cactus y dos potus bien crecidos a lo largo de la baranda. El año nuevo trajo la alegría de un acompañante con quien compartir el hogar. Artigas, un gatito de patas blancas y lomo negro, disfruta quedarse en la habitación y reposar sobre la almohada como una estatuilla egipcia, custodio y cómplice de sueños, miedos y alegrías.

Sánchez