La silla eléctrica, la horca, la guillotina, el pelotón de fusilamiento, el cianuro, la inyección letal, los vuelos de la muerte, el descuartizamiento han sido algunos de los mecanismos que gobiernos y sociedades han aplicado a lo largo de la historia de la humanidad para castigar a delincuentes, disidentes e “inocentes” que no pudieron demostrar ante el poder de turno que no eran ni delincuentes, ni disidentes. En la Argentina del siglo XXI ha aparecido una nueva herramienta para asesinar: La cacerola.
La pena de muerte existió en la Argentina hasta que el Código Penal sancionado en 1921 dejó de contemplarla en su articulado. Sin embargo esa sanción no culminó con el asesinato legalizado, ya que las dictaduras militares que se fueron sucediendo luego, siguieron aplicándola a través de leyes marciales. Ni hablar de todos los asesinatos que cometieron fuera de la ley. Recién en 1984, con la llegada de la nueva etapa democrática se abolió definitivamente para los civiles y en el año 2008 para los militares. Las encuestas que durante mucho tiempo dieron como resultado que una mayoría de personas estaba en contra de la pena de muerte en el país, se han ido emparejando en los últimos años. La llegada al poder en la Argentina de la derecha política agitando la doctrina Chocobar, que permite a los uniformados matar por la espalda a supuestos delincuentes (los únicos habilitados para establecer la concreción de un delito son los jueces) ha sido una de las causas de este cambio en el humor social. No es de extrañar entonces que en la ciudad de Buenos Aires y otras ciudades del país, a partir del último día de Abril, hayan comenzado a escucharse cacerolazos a favor de la pena de muerte. Porque no hay que engañarse, tocar la cacerola en contra de un posible otorgamiento del beneficio temporario de la prisión domiciliaria a personas detenidas tal como aconsejan las ONU y la OMS (entre otras organizaciones mundiales) para tratar de detener el avance de la pandemia en cárceles hacinadas; ES TOCAR LA CACEROLA EN FAVOR DE LA PENA DE MUERTE.
Una muerte que no sólo alcanzaría a los detenidos por delitos contra la vida (asesinos y violadores) que constituyen apenas un 10 % del total, a todos los delincuentes contra la propiedad privada, a todos los supuestos delincuentes sin condena que son amontonados en las cárceles, sino también a todos los agentes y proveedores del servicio penitenciario, a médicos, abogados, empleados judiciales, profesores, asistentes sociales y todos los profesionales y trabajadores que se mueven alrededor del sistema carcelario. No sólo es condenarlos a muerte a ellos, también a sus familias.
El capitalismo nos ha enseñado que la propiedad privada está por encima de la vida humana, Siguiendo ese criterio la mayoría de los gobiernos de derecha del mundo ante esta instancia epidémica han priorizado el cuidado de la economía por encima de la salud, a pesar de la catarata de infectados y muertos que todos los días saturan sus servicios médicos. En general no son ellos los que mueren, son otros. Desprecian la vida humana, tanto como los que tocan las cacerolas desde sus balcones en miserable defensa de sus pertenencias bien o mal habidas. Creyéndose a salvo en sus Olimpos balconeros, golpeando sus ollas y sartenes como los espectadores de un circo romano que bajan sus pulgares para ver la muerte de los otros. Quizá descubran cuando sea tarde, que también se están bajando el pulgar a sí mismos, el día que necesiten una cama en un hospital o sanatorio y no encuentren ninguna porque están todas ocupadas por el universo carcelario y sus familias. En la Comuna 11 por ejemplo, el Hospital Zubizarreta, cercano al Penal de Devoto, tiene sólo 8 camas con respirador en terapia intensiva
Por Eduardo de la Serna