Por Eduardo de la Serna

La pandemia y la esclavitud tienen un territorio común que es evidente; el de la falta de libertad que supone la restricción de movimientos y los momentos de encierro que nos impone la realización de una cuarentena. La llegada del COVID-19 ha puesto en primer plano, en todo el mundo y de muy diversas maneras la relación que existe entre ambos conceptos.

De alguna manera, la esclavitud es una pandemia que asola a la humanidad desde sus comienzos. El poderoso somete al más débil, el conquistador al conquistado, el explotador al explotado, así ha sido desde el inicio de los tiempos, tanto que parece parte (o así nos han hecho creer) de la condición humana, el estar destinados a someternos los unos a los otros. Con el correr de los siglos la plaga esclavista, como los virus, fue mutando para sobrevivir. Luego de la Revolución francesa en 1789 y el inicio de las guerras de independencia en territorio americano, la esclavitud comenzó a ser cuestionada con fuerza en Occidente, la aparición en Europa de las ideas socialistas en el siglo XIX obligó a los opresores a redoblar la lucha por intentar hacer valer su condición privilegiada, esa supuesta superioridad de clase o raza que les permitía disponer de los sometidos a su antojo. Tuvieron que retroceder, conceder y disfrazar su ambición bestial y la manera de imponer su voluntad, pero todavía, capitalismo mediante, siguen ejerciendo ese sometimiento con modales más educados, leyes a medida y enquistamiento en los pliegues del poder. Son rápidos para mutar y volverse más y más dañinos. La lavandina no alcanza para inutilizarlos.

El 25 de mayo de este año, en la ciudad de Minneápolis (EEUU) un policía asesinó a un hombre negro, George Floyd, con una crueldad y frialdad tal que provocó la inmediata reacción de la mayoría de la población norteamericana. Sin importar los riesgos que impone la pandemia, los manifestantes salieron a reclamar justicia, indignados y enardecidos, provocando destrozos en varias ciudades. Una muerte más  dentro de la larga historia de esclavitud, discriminación, racismo, invasiones, sometimiento y muerte que enluta a ese país. Manifestaciones multitudinarias se sucedieron en todo el mundo y en muchas ciudades se derribaron monumentos de personajes históricos que fueron esclavistas, entre ellos nuestro conocido Cristóbal Colón. Con semejante historial, resulta paradójico que los EEUU se autoproclamen el “País de la libertad”, e inaudito que haya muchos en el resto del planeta que lo crean.

En nuestro país también ha habido algunos sucesos que nos conectan con el racismo y la esclavitud. En la ciudad de Buenos Aires, en pleno barrio de Palermo, uno de los más caros del país, los peones que cuidan a los caballos del Hipódromo Argentino reclamaron detrás de una reja por las condiciones de encierro que padecían. Muchos de ellos hombres humildes del interior del país. Sus patrones, los dueños de los caballos, en general provenientes de las clases más acomodadas de la sociedad, los tenían encerrados allí en condiciones denigrantes con la excusa de la pandemia (Llevaban más de 90 días de encierro bajo amenaza de echarlos del trabajo si salían del predio)., mientras los cuidadores, los capataces y los jockeys iban y venían todos los días. En la Argentina el racismo se expresa contra aquellas personas que provienen del ámbito rural y que tienen más raíces indígenas que europeas; los llamados despectivamente “Cabecitas negras”. Otra historia de opresores y oprimidos. Otra paradoja, pero ésta nacional; los que esclavizan trabajadores son los mismos que le reclaman al gobierno “Libertad” para realizar sus negocios a costa de colapsar el sistema de salud. Reclaman la libertad de los desiguales. Como dijo Raúl Alfonsín;  “La libertad sola no sirve, es la libertad del lobo libre para comerse a las gallinas libres. No existe la libertad sin justicia”. A algunos dirigentes y simpatizantes radicales no les vendría mal recordarlo.