Toda la vida / estaría contigo / no me importa en qué forma / ni cómo ni cuándo / pero junto a ti… determina el bolero Toda una vida entonado por el trío Los Panchos y al escucharlo y sentirlo (porque los boleros permean en el cuerpo) afloran las reflexiones y análisis de Martín Kohan en su libro Ojos brujos: Fábulas de amor en la cultura de masas editado por Godot. En él, Kohan expone las formas que toma el amor en los boleros, un amor total, que todo lo abarca y lo cubre, que tiñe lo cotidiano, los objetos, los lugares, las palabras. Cuando se está enamorado, la vida se deja en ese amor, la vida es ese amor. Cuando el amor se quiebra o se despide, entonces la vida cobra carácter de muerte porque ya todo se ha perdido. Pasarán más de mil años / muchos más / yo no sé si tenga amor la eternidad / pero allá, tal como aquí / en la boca llevarás / sabor a mí… sentencia Sabor a mí, exponiendo cómo ese amor trasciende el tiempo, lo cruza y lo rompe, tiene anclaje en esta y en todas las vidas posibles, porque como explica Kohan “lo que el sujeto enamorado no soporta es, precisamente, poner a su amor (eterno y definitivo) en los términos pasajeros del momento.” 

En No me platiques más, Vicente Garrido se desgarra e implora (porque en los boleros las sensaciones son extremas, si la tristeza es desgarro, la felicidad es jolgorio y carnaval, no hay lugar ni tiempo para la dubitación, para los términos medios, la vida se juega en cada momento junto al otro, la entrega es total y completa, para siempre) Déjame imaginar / que no existe el pasado / y que nacimos/ el mismo instante / en que nos conocimos demarcando un nacimiento en común, un desmedro de los amores pasajeros y pasados que nada valen comparado con el nuevo Amor, “puede que existan, de hecho, otros amores que precedan al gran amor consagrado por el bolero. Solo que la condición esencial del amor verdadero, al que acaso habría que llamar Amor, es que consigue anular todo aquello que pueda haber existido antes, para inscribirse siempre en un origen puro y vacío: no hay huellas ni recuerdos que el auténtico amor no pueda borrar.” 

Los boleros van a contrapelo de algunos discursos circulantes en nuestro presente, donde se pretenden amores calmos y contemplativos, amores serenos que no arrasen, que no puncen, que no conmuevan. Amores que, de alguna forma, se quiten su carácter pasional para convertirse en otra cosa, menos inquieta y más contractual. Leer, entonces, sobre un amor que coquetea con el melodrama, que deja todo de sí para consumarse y perpetuarse, que no tiene miramientos es un poco de aire fresco entre las prescripciones de lo que y lo que de ninguna manera. Porque como explica Alexandra Kohan en Y sin embargo, el amor “En ese instante en el que se produce un desasimiento del saber, es un instante en el que el mundo se torna inexpresable e inexpresado. Un instante en el que toda designación es vana.” Un instante en el que el enamorado queda despalabrado, en el que no se sabe qué pasa ni por qué, un instante que desorienta, y desde el cual puede aprenderse a sostener ese no-saber, sin la intención de llenarlo todo de sentido. 

Tengo miedo, torero / tengo miedo que en la tarde / tu risa flote escucha, con las ventanas abiertas, La Loca del Frente, protagonista de Tengo miedo, torero escrita por Pedro Lemebel en el año 2001 y baña con los boleros y sus cantos toda la cuadra de señoras que chismean y barren la vereda. La Loca del Frente de la película homónima estrenada en 2020 hace otro tanto, circula por su habitación con la radio a todo volumen, pensando en su Amor que irrumpió con Carlos, en Carlos que le deja cajas y la quiere pero tambalea en ese querer. Y los boleros son aquí fundamentales porque es desde ellos que se la conoce, que se la describe y caracteriza, es aquello que tiñe todo el ambiente de guitarras y voces graves y agudas, de su contoneo. La novela es una novela que suena, que tiene su propio repertorio. Así como sucede con Ojos brujos, donde los asteriscos y los pie de página son canciones, lo que acompaña y se entrecruza con la reflexión son esos boleros inscriptos en la cultura de masas, esos boleros que resuenan de tan oídos, de tan masticados, de tan pasados por el cuerpo. 

Y La Loca del Frente que en su casa “tantos años cerrada, tan llena de ratones, ánimas y murciélagos que la loca desalojó implacable, plumero en mano, escoba en mano rajando las telarañas con su energía de marica falsete entonando a Lucho Gatica, tosiendo el ‘Bésame mucho’ en las nubes de polvo y cachureos que arrumbaba en la cuneta.” Y no hace falta más para tenerla allí frente a nuestros ojos contorneando las caderas. 

Los boleros están aquí pensados como sinécdoque de otras características, es la parte por el todo, en ese encandilamiento con la música se nos dice de La Loca del Frente que vivencia el amor como una corriente que arrasa, como una pasión incontrolable. 

“El amor llega, en los boleros, no cuando se piensa perdiendo el tiempo, sino cuando ya todo el tiempo está perdido. Porque es solo en esa dimensión sin tiempo que puede quedar inventada la eternidad.” contempla Kohan y por eso La Loca del Frente cuenta con el drama en su haber, de la misma forma que se entrega y arriesga su vida (no olvidemos que la misma novela juega con un montaje alternado entre la vida de La Loca y la de Augusto Pinochet, por tanto su existencia está atravesada por la dictadura chilena) de algún modo se nos anticipa -en esa radio a todo volumen, en ese dial que le devuelve el Quizás, quizás, quizás, en ese cuerpo que se presenta a lxs otrxs seducido y seductor por las historias de amor- que las cosas no terminarán bien, porque la pérdida está rondando, porque la entrega se efectúa sin miramientos, sin contemplaciones, brindándole todo a las decisiones del destino, que muchas veces juega malas pasadas.