En esta sección publicamos cuentos de vecinos y vecinas de la Ciudad.
Malena tiene 6 años y vive con su mamá en Villa del Parque. Disfruta mucho el yogurt de frutilla y pintar más que dibujar. Por eso, cuando sus tíos pasan a visitarla, saben que un paquete de 20 fibras y un librito de dibujos para colorear es uno de sus regalos preferidos. Puede estar tres o cuatro días seguidos pintando hasta agotar todas las figuras del álbum. Procura no pasarse de los contornos negros, aunque el trazo se le escapa de los bordes con frecuencia.
Su mamá se ocupa de guardar los libritos completos en un mueble de la casa, junto con algunas fotos familiares. En las vacaciones de invierno pasadas, Malena pintó tres libros enteros: uno de animales, otro de mandalas y, el tercero, el que más le gustaba, un álbum de banderas del mundo. La última página incluía todas las banderas con sus respectivos colores, a modo de respuesta o fuente de consulta. Ese detalle la cautivaba y se quedaba un largo rato mirando las banderas y sus diseños. Había pintado todas con el color correspondiente y hasta se tomó el trabajo de buscar el tono más adecuado para cada una.
Male cumplió los seis hace poco más de cuatro meses. Ese día, una vecina de la vereda de enfrente, muy amiga de su mamá, le regaló un imponente astronauta de juguete. Lo hizo porque, una tarde de mates y lecturas en el parque de Agronomía, escuchó a Malena decir que le atraían los planetas y cómo un astronauta podría orbitar el fascinante cosmos. El astronauta era una pieza robusta, de plástico duro, con luces, sonidos, y unas piezas accesorias que, al encastrarse, armaban un transbordador espacial. Se requería de cierto ingenio para descubrir cómo unir las piezas del transbordador, pero en el tiempo de una tarde, Malena descubrió el sistema de encastre. El agente espacial tomó el nombre de Capitana, porque, ciertamente, el juguete no mostraba ningún rostro, ya que la cabeza estaba integrada a un casco polarizado negro, parecido al de los motociclistas, por lo que no era imposible imaginar que se tratara de una astronauta, o incluso, de una niña astronauta, cuyas aventuras eran viajar por el aventuroso universo de toda la casa, transformando las habitaciones en planetas desconocidos, y objetos diversos de los muebles en materia de investigación científica para la Capitana, que de la mano de Malena, era una temeraria viajera hacia el infinito imaginario de lo desconocido. Todos los días surgían aventuras nuevas, de traslados en el tiempo, universos paralelos y seres extraplanetarios, que solían ser algunos cactus de la ventana de la cocina, donde el sol pega de lleno durante el mediodía, otros juguetes, peluches y objetos decorativos, tales como gnomos, estatuillas, entre otros recuerdos de viajes de vacaciones, aunque sus seres favoritos para la interacción eran los cactus.
Una tarde de sol, Malena llevó al notable juguete al parque de Agronomía. Cerca de donde se encontraba, un vecinito fue cautivo de tan extraordinaria pieza lúdica. Se arrimó para observarlo de cerca y hasta, quizás, jugar un ratito. Con un poco de vergüenza le preguntó cómo se llamaba, y ella le respondió que era la Capitana. Malena, muy atenta, muy observadora, muy sensible a la mirada de sus pares, se dio cuenta del interés en la mirada del pequeño. – ¿Vos cómo te llamás? – Increpó Malena. – Iván – dijo el infante, un año menor que ella. – Iván, si vos me prestás tu bicicleta, yo te presto a Capitana un rato. Iván abrió los ojos muy sorprendido, aunque se le achicaban por la intensidad del sol, que lo tenía de frente. A pesar de entusiasmarlo, una duda insospechada le recorrió las mejillas. La acalorada propuesta le hizo rebatir con algo de torpeza – Pero es una bici de varón, no vas a poder usarla. Y el astronauta también es un juguete varón – continuó. Malena lo miró extrañada. Sin ofenderse, se quedó callada unos instantes, y comenzó a reírse mientras lo miraba a los ojos. El nene se sintió aturdido. Malena le dijo – ¡tenés colorados los cachetes! Iván terminó por sentirse aún más confundido. Malena le extendió a la Capitana y el silencio les dio a entender que lo importante no era más que jugar.
Federico Giménez