La historia de la humanidad es rica en generación de movimientos separatistas a lo largo y a lo ancho de todo el planeta. Si bien los motivos que justifican la aparición de estos grupos secesionistas son diversos, la cuestión económica suele ser una constante que subyace debajo de las razones políticas, étnicas o religiosas. Lo que sucede, en general, es que las zonas más ricas de un país o distrito se quieren separar de los más pobres, más allá de las argumentaciones de otra índole que suelen esgrimirse. La pregunta- “¿Por qué nosotros tenemos que mantener o subsidiar a estos otros que son menos eficientes, menos productivos, menos capaces?”- se instala en los sectores y/o territorios más pudientes de una sociedad. Esa sensación de superioridad subyace en gran parte de las clases altas y medias de la pirámide social. Una idea tan ruin como falsa ya que en un sistema como el capitalista, que garantiza la desigualdad de oportunidades mediante la herencia, es imposible generar una escala meritocrática. El niño pobre hereda todos los perjuicios de la pobreza, el niño rico todos los beneficios de la riqueza, no hay comparación posible. Está claro que ese sentimiento de superioridad se da de la mano con la exacerbación del individualismo que propone el liberalismo económico. Son parientes cercanos que se retroalimentan, aliados en su deseo de que se salve quien pueda. Saben que la organización social es la única herramienta que puede oponerse a su pretensión, por eso intentan dinamitar a los estados, los máximos exponentes de las comunidades organizadas, los únicos que pueden equilibrar esa balanza desbalanceada que impone el sistema en que vivimos. En la historia Argentina han existido diversos emprendimientos con pretensión autonomista, el siglo XIX fue fecundo en ese aspecto; desde los diferentes intentos del territorio bonaerense y su ciudad cabecera por cerrar sus fronteras amparado en los beneficios de la actividad portuaria y la riqueza de sus suelos, hasta un reino ahijado de Francia en la Patagonia y una república cobijada por Italia en el distrito de La Boca. Hoy estos datos parecen cubiertos de telarañas en la línea del tiempo. Con los años, los poderosos supieron generar un entramado institucional dentro del estado que los proteja sin necesidad de separatismos. Sin embargo cada tanto resurge ese íntimo pensamiento que anida en los de arriba de hacer “rancho aparte”. El último de estos intentos es el que ha esbozado el gobierno de la provincia de Mendoza, en la voz de su ex gobernador Alfredo Cornejo quien hace dos años amenazó con avanzar en la idea de separar a la provincia cuyana de la Argentina. No es de extrañar que esto ocurra en una de los distritos más ricos del país, con una larga tradición en cultivar el pensamiento de los sectores que se ubican a la derecha del arco político. La secuencia del separatismo mendocino no se ha detenido; en marzo de este año la legislatura provincial declaró como “no argentino” al pueblo mapuche y durante mayo el gobierno mendocino borró del estadio donde se jugó el Mundial de Fútbol Juvenil, la bandera argentina y el símbolo de las Islas Malvinas que se exhibían en el tablero electrónico, para ceder a un requerimiento de la FIFA. No se trata de errores ni de casualidades. ¿Sabrán los legisladores y funcionarios del oficialismo mendocino que entre los muchos soldados provenientes de pueblos originarios que arriesgaron su vida por nuestra tierra había más de 50 que pertenecían a la comunidad mapuche? ¿Sabrán que los mapuches habitan la región cordillerana desde antes que los españoles llegaran a estas tierras? ¿Pensarán que Las Malvinas son argentinas o lo pondrán en duda? Pienso en los mendocinos, pero también pienso en los porteños que tenemos una larga tradición en creernos el ombligo del mundo ¿Por qué nos parece natural el reclamo argentino sobre Malvinas, usurpadas por el estado inglés en 1832 y nos parece descabellado que mapuches u otros pueblos originarios reclamen por las tierras que el Estado argentino les usurpó en épocas aún más cercanas? ¡Qué paradoja! De acuerdo a la conveniencia cambiamos el criterio. Quizá pensar en la patria grande latinoamericana que soñaron nuestros próceres nos quede demasiado lejos, pero todavía podemos enfrentar a esa patria chiquitita, diminuta, miserable que algunos insisten en proponernos.